El título del post de hoy deja muy claro uno de los estilos de comunicación más improductivos que conozco: Preguntas ociosas, respuestas ociosas.
Seguro que en algún momento te has encontrado con alguien que en algún lugar y en cualquier tipo de conversación o evento formula preguntas ociosas. Estas preguntas ociosas son esas que no te llevan a ninguna parte, que no aportan nada, que tan solo dan rodeos sin un objetivo específico y que finalmente nos generan una gran pérdida de tiempo.
Y claro, ante preguntas ociosas, no nos queda otra que respuestas ociosas. Un círculo vicioso que no aporta otra cosa que lo dicho: perder nuestro activo más valioso, el tiempo.
Este planteamiento me recuerda a cuando somos niños, en la etapa en la que empezamos a querer saber y descubrir más
Qué gran diferencia hay entre este momento y las preguntas ociosas. En esa etapa de preguntas incesantes a nuestro alrededor sobre los por qués de las cosas comenzamos a ubicarnos, necesitamos saber.
Ahora bien, en nuestra etapa adulta, las preguntas ociosas son aquellas en las que seguramente no queremos saber ni ubicarnos (pues ya lo estamos), sino tener cierto protagonismo, querer hacernos notar o llevar una gran empanada mental encima.
En ocasiones, estando en alguna ponencia, bien como ponente o bien como asistente entre el público, me he percatado de ello. Se nota a la legua por varios motivos, entre los que destacan el tono de la pregunta, el tiempo de formulación de la pregunta, los rodeos para preguntar algo (que incluso provoca un lío tremendo para entender qué se quiere preguntar), etc.
Ante esto, emitir una respuesta ociosa es doloroso. ¿Qué hacer? Probablemente lo mejor sea aportar algo de valor en esa respuesta teniendo la capacidad y la destreza de obviar la pregunta, sustraer de ella alguna línea de respuesta interesante y dirigirnos a la audiencia en general bajo esa premisa de aporte de valor.
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